Primer Misterio Glorioso: La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo
“Venid, Espíritu Santo, alumbrad mi mente; venid, enardeced mi corazón”.
“¡Alegraos, jubilad, Virgen María, pues el que llevasteis en vuestro seno ha resucitado según su palabra!”
El Evangelio no lo dice, pero según piadosa opinión, la primera visita de Jesús, en la mañana de Pascua, fue para su Madre. ¡Bien merecía Ella esta exultación, habiendo heroicamente acompañado a su Hijo en vida y en muerte! ¡El Corazón de Jesús glorioso era siempre el mismo, el del Hijo tan amante y tan amado en el Pesebre y en Nazaret!
1. Sí, Cristo ha resucitado verdaderamente, como lo había profetizado. Luego, también nosotros hemos de resucitar, pues la Resurrección del Maestro es el seguro inconmovible de la nuestra y de nuestra inmortalidad… ¡Pasarán el cielo y la tierra, pero no pasarán su palabra y su promesa! ¡Nos había creado inmortales: su muerte y su Resurrección nos han devuelto y confirmado esa inmortalidad dichosa!
¡Jesús adorado y muy amado, lo sabemos por vuestra enseñanza, si hemos de morir, moriremos para vivir eternamente con Vos!… Nuestra vida acá no es, felizmente, más que un día fugaz y pasajero. ¡El camino de la inmortalidad sois Vos, y el término final, Vos también!
¡Ah, Señor, aumentad de tal modo esta convicción de fe que no perdamos un tiempo precioso en construir torres y castillos de fantasía sobre el puente efímero de nuestra vida mortal! Desprendednos, Jesús, desarraigadnos de las criaturas y de esos bienes que no son sino polvo y rampa peligrosa, para unirnos con Vos y perteneceros enteramente. Mucho antes de la eternidad, sed nuestra única vida y nuestra resurrección, buen Jesús. Hacednos morir a todo lo que no sois Vos, mucho antes de morir… ¡Impregnad, Señor Jesús, saturad nuestras almas de la gracia portentosa de vuestra Resurrección! ¡Sed nuestra sola vida, sed nuestra Resurrección!
2. Se requiere algo más que sentimientos, por hermosos que sean, para que la gracia de la Resurrección de Jesús nos penetre eficazmente. En efecto, para poder resucitar, primero hay que saber morir. Entonces solamente podremos después resucitar… ¡Si morimos con Cristo Crucificado, viviremos con Cristo Resucitado!
Morir, en este caso, quiere decir transformar nuestra vida natural, que es mortal, en una vida sobrenatural y divina, ¡la única inmortal!
Madre muy amada y gloriosa, en honor de vuestro gozo de Pascua, alcanzadnos esta transformación tan hermosa y necesaria como difícil para nuestra pobre y débil naturaleza.
Reina de fe, dilatad, acrecentad nuestra fe; hacedla viva, profunda y activa… que sea el alma de nuestra alma… ¡Hacednos profundamente sobrenaturales!
Reina de amor, encended en nuestros corazones una llama de ardiente caridad, de amor divino… y también de amor a nuestros hermanos para cumplir integralmente con la Ley cristiana.
¡Reina de esperanza, Virgen Santa, sostened nuestro valor en las fatigas que nos agobian tantas veces en este destierro!
Reina de los santos y de los mártires, hacednos animosos, muy valientes en abrazar, y no sólo arrastrar, las cruces de nuestra vida diaria. ¡Ah!, ya lo sabéis, Madre bendita, aceptamos sinceramente la voluntad del Señor, pero ¡ay!, cuando nos crucifica, nuestra naturaleza tiembla y resiste… Ayudadnos, entonces sobre todo, Reina divina, pues queremos saber morir en plena vida, para vivir enteramente de Jesucristo desde ahora, y así merecer la gloria prometida a los buenos luchadores.
¡Reina dolorosa, enseñadnos la ciencia difícil e indispensable de morir, en espíritu cristiano, a los bienes falsos y perecederos de la tierra!
Reina gloriosa, preparad nuestra resurrección formando en Jesucristo y por Jesucristo resucitado toda nuestra vida.
Como la lluvia baja del cielo y después vuelve a subir, así es nuestra suerte…
¡Ah, olvidamos demasiado que hemos sido creados para Dios y sólo para Él! Tal es el fin último de nuestra existencia terrestre: volver a Dios, a nuestro Creador y nuestro Dueño… ¡Entonces la vida eterna será nuestra vida y su gloria nuestra gloria por los siglos, sin fin!
3. La Encarnación y la Cruz sellaron con la Sangre del Hombre-Dios esta promesa, que es nuestra esperanza.
Pero mientras llega el cielo, hay el destierro, y en este desierto de arena estéril, hay la penuria de paz y de felicidad… hay la lucha áspera y dura, hay la cruz moral y la cruz física… Éste es nuestro patrimonio acá, secuela del pecado…
Pero, ¡arriba el corazón!, nos dice San Pablo, todas las penas y sufrimientos de la tierra no pueden compararse con la alegría, la paz y la gloria que Dios reserva a sus elegidos.
¡Gracias, Señor Jesús, gracias por esta inefable esperanza! Sí, creemos con fe indefectible en la retribución sin medida que habéis prometido a vuestros servidores y amigos… ¡Aleluya!
Sentado a la diestra del Padre, nos estáis esperando para hacer en parte obra de justicia, pues lo habéis prometido… pero sobre todo obra de largueza divina y de misericordia premiando encima de toda medida a vuestros amigos fieles… ¡Ah!, porque sois Dios fidelísimo, creemos que nos daréis ciento y mil por uno… ¡Sí, daréis entonces por la espina de un luto… por la gota de hiel de una decepción amarga… por una lágrima de pena de familia… por el dolor de una cruel enfermedad… daréis los siglos eternos de un cielo de paz y de felicidad!
¡Y esto, con la plena seguridad de que, mientras Dios sea Dios, ese cielo de felicidad no tendrá fin jamás!
San Pablo tuvo un día, como en un relámpago, la visión del cielo… Vuelto a la tierra, se encuentra incapaz de describir lo que el Señor reserva a los predestinados… Jamás un ángel, jamás un santo podrá darnos, ni siquiera de lejos, una idea de la deslumbradora magnificencia que será mañana nuestra felicidad eterna… pues sobrepuja todo concepto y toda expresión.
Realmente, pensando un poco, comprendemos la admirable sabiduría de los penitentes, de los solitarios, de los monjes, de los santos, que abandonaron absolutamente todo para merecer ese bien de la eternidad… Vivir de Dios y poseer a Dios acá… Vivir de Dios y poseer a Dios allá, eternamente, ¡esta es la única sabiduría!
¡Éste es el grande, el único secreto de la felicidad!
Nos revelaréis entonces, oh Jesús, en una luz indefectible, la nobleza, la sabiduría y la fecundidad del sufrimiento… ¡Os bendeciremos, entonces, adorable Víctima, por vuestra Cruz y por nuestras cruces!
¡Ah, si, por caso imposible, los santos pudieran tener en el cielo algún pesar, sería el de no haber sufrido bastante, o de no haber sabido sufrir con más amor con Vos y por Vos, oh Jesús!
Espíritu Santo
¡Oh luz feliz y deseada
Llenad hasta lo más secreto
Del corazón de vuestros fieles!
Que esta meditación nos dé alas de nuevo valor para luchar y sufrir, mereciendo nuestra corona eterna.
La vida terrestre no es sino una sombra que pasa, un humo que se desvanece… La grande, la única realidad es la vida eterna, la eterna realidad de un Dios amado, de un Dios poseído, como los ángeles y los santos lo poseen y lo aman.
¡Compartamos la sabiduría de las santos, sacrifiquémoslo todo a la posesión de Dios acá por la fe y la gracia, y mañana en la gloria!
Oremos con María
En honor de la Santísima Trinidad y del Misterio de la Resurrección del Señor, pidamos por el Corazón Inmaculado y Dolorido de María, la gracia de resucitar con Jesús a una vida divina, anticipando así la que hemos de vivir en el cielo.
Deshojemos la rosa de este misterio a gloria de Nuestra Señora de los Dolores.
Por la conversión de los pecadores, especialmente los de la familia, recemos una piadosa Salve.
P. Mateo Crawley Bowvey, SS.CC.
Meditaciones sobre el Rosario
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