Cristo, Rey de la Iglesia
Monseñor Thiamer Toth
Iglesia Católica: ¡cuánto hablan de ti… los otros! Pues también nosotros hemos de hablar de ti una vez siquiera. Según la partida de Bautismo, son numerosos tus hijos; pero no son ya tantos los que sienten con plena conciencia y orgullo la distinción que supone llamarse católicos. ¡Cuántos reproches has de aguantar de extranjeros y de tus propios hijos!
¿Qué es la Iglesia?
El Catecismo responde a la pregunta de esta manera: «Es la congregación de los fieles cristianos, cuya cabeza es Jesucristo, y el Papa su Vicario en la tierra».
¿Qué fin perseguía Nuestro Señor al confiar la enseñanza de su doctrina a una institución especial? Él no había de quedarse en la tierra; enseñó cómo hemos de adorar a Dios, pero conocía bien la naturaleza humana; sabía cuán aprisa olvidamos y tergiversamos la verdad. Quiso, por lo tanto, que hubiera alguien que no se engañase, que salvaguardase su doctrina, que la enseñase y transmitiese a todos los hombres: por ello fundó la Iglesia. La Iglesia Católica hace dos mil años que pregona la doctrina de Cristo. ¡Cuántas cosas vio desde entonces la historia humana! ¡Cuántos pueblos, cuántas dinastías han perecido! Pero stat crux: la cruz permanece firme; y así ha de ser hasta el fin de los tiempos.
¿Por qué debemos amar a la Iglesia?
Aún desde el punto de vista meramente humano, tenemos motivos sobrados para sentirnos orgullosos de la Iglesia Católica.
¿Dónde encontramos una institución que haya legado a la humanidad tan valiosos tesoros culturales como la Iglesia Católica?
Ella logró, en mil años, plantar en medio de los pueblos no civilizados una espléndida cultura artística, científica y económica. Ella salvó para la posteridad los valores de la antigua cultura, que iba a perecer con la caída del Imperio Romano. La cultura del Renacimiento no fue sino la floración de la educación espiritual ejercida durante siglos por la Iglesia. Con los tiempos modernos, fue la Iglesia quien civilizó y evangelizó continentes enteros.
Pero éste no es el único título de nuestro orgullo y de nuestro amor. La finalidad principal de la Iglesia es la de salvar las almas.
Los católicos debemos la vida espiritual, la vida del alma, a nuestra Madre la Iglesia. Esta Madre tiene por Esposo a Jesucristo, y de Él recibió el encargo de cuidar la vida sobrenatural de la gracia en las almas de los hombres, y conducirnos a la patria verdadera, donde está ya Nuestro Señor.
No teníamos más que pocos días, cuando nuestra buena Madre, presurosa y solícita por la suerte de nuestra alma, se acercó a nosotros, y con el sacramento del Bautismo, grabó indeleblemente en nuestra alma el título de posesión que de nosotros tomaba Cristo; infundió en nuestro espíritu la vía de la gracia que brota del costado de nuestro Salvador.
Nuestra Madre, la Iglesia, está a nuestra vera desde la cuna hasta la tumba, y robustece, alimenta y defiende y, si hemos caído, recupera la vida de nuestra alma.
Con esto ya podemos ver cuál es el motivo más poderoso de nuestro amor a la Iglesia: Cristo vive en Ella, es su Esposo. No son meras expresiones poéticas, sino que encierran una verdad básica del Cristianismo; no puedo hablar de Cristo sin pensar en la Iglesia. Cristo es el Rey, la Iglesia es la Reina.
Cristo es la vida de la Iglesia. Lo que Ella hace, es Cristo quien lo hace. Bautiza la Iglesia: es Cristo quien bautiza. Y lo mismo con los demás sacramentos. La Iglesia bendice y reza: es Cristo quien bendice y reza. La Iglesia es la continuación de la vida de Cristo.
Pero hemos de amar a la Iglesia porque además Ella honra a Cristo. Las iglesias se construyen para el altar; el altar para Cristo. Quitas a Cristo del templo, y ¿qué es lo que queda? Una obra arquitectónica sin sentido.
La Iglesia Católica es el mismo Cristo que continúa viviendo entre nosotros. ¿Estamos impregnados de este pensamiento?
Cristo es el Rey de la Iglesia; nosotros hemos de ser sus hijos fieles, conscientes, santamente orgullosos y dignos de llevar el nombre católico.
Cristo vive entre nosotros en el sagrario. Éste no es féretro ni cama de descanso. ¿Qué hace allí Jesús? Realiza en pleno sentido las palabras que pronunció después de curar al enfermo que había padecido durante treinta y ocho años: «Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también» (Juan 5, 17). Allí vive el Amor infinito, la Sabiduría eterna, el Dios omnipotente, la Providencia divina…; allí habita el Rey.
Pero nosotros no tenemos ojos para verlo, somos ciegos. ¿Piensas en Él al pasar por una iglesia? ¿Tu corazón te incita a entrar para recibirlo? ¿Sabes imponerte sacrificios si se trata de ir a Misa? Dime si sientes la fuerza atractiva del sagrario, y yo te diré si eres o no católico. Sí, ese contacto vivo, cálido, inmediato del alma con Cristo, esto es la religión católica, la Iglesia. ¿Cómo puedo decir que amo a Cristo si nunca pienso en Él? Pienso en las diversiones, los negocios, el trabajo, el estudio…; ¿cuándo pienso en Cristo?
Objeciones contra la Iglesia
A la luz de lo expuesto, encontrarán solución las dificultades que puedan presentarse contra la Iglesia. Sus enemigos suelen atacarla con dos argumentos:
1) Páginas oscuras de la historia de la Iglesia.
Hay que responder que la Iglesia tiene en sus componentes un elemento humano, y así hay rasgos humanos en Ella. No es maravilla que en su historia notemos junto a las épocas de prosperidad otras de decadencia.
Los enemigos de la Iglesia repiten hoy que Ella estaba relajada en los siglos X y XI, y más tarde en los siglos XV y XVI. Si bien es verdad que había un gran número de malos católicos, sin embargo, ¿cómo hizo la Iglesia para sobrevivir? La Iglesia no sólo sobrevivió sino que de las mismas llagas brotaron los frutos de una vida que sólo puede ser sobrenatural. Esta fuerza misteriosa que permite a la Iglesia sobrevivir a pesar de las crisis robustece nuestra convicción de que Ella es una sociedad divina que tiene las promesas de Cristo: «Estad ciertos de que Yo estoy siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mateo 28, 20).
2) Otro reproche es que la Iglesia es “intolerante”.
Hay que responder que no es la Iglesia la intolerante, sino la verdad.
Pensemos qué indiferencia religiosa, qué decaimiento se originaría si la Iglesia Católica enfocara esta cuestión con apatía, como si no se sintiera segura de la verdad.
(Nota: Hoy en día, lamentablemente, se ve a muchos jerarcas eclesiásticos poner en duda la posesión absoluta de la verdad en la Iglesia o igualarla con las falsas religiones. El resultado es el indiferentismo y la apostasía de las masas denunciados por los últimos Papas, derivados del Concilio Vaticano II. A pesar de ello, los enemigos externos de la Iglesia siguen acusándola de intolerancia).
Nosotros mismos no ponderamos lo que significa ser católico. Quien suele apreciarlo es el que no nació tal y después de largas luchas espirituales llegó al regazo de la Iglesia.
Los judíos decían en el cautiverio: «¡Séquese mi lengua y quédese pegada al paladar, si me olvido de ti, Jerusalén!» (Salmo 136, 6). Con valentía, con orgullo, con amor, hemos de confesar nosotros que somos católicos.
La Iglesia nos guía, la Iglesia nos cuida. La Iglesia es la Esposa de Cristo; Él es el Rey de la Iglesia; nosotros hemos de ser sus hijos fieles, concientes, santamente orgullosos y dignos de llevar el nombre católico.
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