Mortificación Cristiana (2)
por el Cardenal Désiré Mercier
III. MORTIFICACIONES DEL ESPÍRITU Y DE LA VOLUNTAD
1. Mortifiquen su espíritu no entregándose a devaneos vanos de la imaginación, a pensamientos inútiles o extraños que hacen perder el tiempo, disipan el alma y nos apartan del trabajo y de las cosas serias.
2. Los pensamientos tristes y que generan inquietud deben ser desechados de su espíritu. La preocupación de lo que podrá sucederles en el porvenir no debe perturbarlos en absoluto. En cuanto a los malos pensamientos que, a su pesar los afligen, deben, junto con el rechazo, ejercitar con ellos la paciencia. Si son involuntarios, constituirán para ustedes una ocasión de mérito.
3. Eviten la testarudez y la obstinación en sus ideas. Dejen amablemente que prevalezca la opinión de los demás, excepto si se trata de temas en que sea preciso opinar y hablar uno mismo.
4. Mortifiquen el órgano natural de su espíritu, que es la lengua. Ejercítense en el silencio, ya sea porque su regla lo prescriba, ya porque se lo impongan voluntariamente.
5. Estén prestos más bien a escuchar que a hablar; sin embargo, hablen atinadamente, procurando, por una parte, no hablar tanto que los otros no puedan decir lo que piensan ni tampoco que los que están hablando se sientan heridos o despreciados.
6. No interrumpan nunca al que habla y no se adelanten con una contestación precipitada al que les pregunta algo.
7. Tengan siempre un tono de voz moderado: ni brusco ni seco. Eviten superlativos o adverbios como muy, extremadamente, horriblemente: huyan de la exageración.
8. Busquen la sencillez y la rectitud. Los disimulos, los rodeos, los equívocos fingidos a que se prestan sin escrúpulo algunas personas piadosas, son un descrédito para la piedad.
9. No digan por ningún motivo palabras groseras, frívolas ni ociosas, pues Nuestro Señor nos advierte que nos pedirá cuenta de ellas en el Día del Juicio.
10. Sobre todo, mortifiquen su voluntad: es el punto clave. Sométanla constantemente a lo que les consta que es del agrado de Dios y del designio de la Providencia, sin tener en cuenta en absoluto ni sus gustos ni aquello que les desagrada. Sométanse incluso a los que están por debajo suyo, en aquello que no atañe ni a la gloria de Dios ni a los deberes de estado.
11. Consideren la más pequeña desobediencia a las normas o incluso a los deseos de los Superiores como desobediencia a Dios.
12. Acuérdense de que practicarán la más excelsa de las mortificaciones cuando sientan regocijo en la humillación y que poseerán una obediencia perfecta cuando la practiquen con aquellos a los que Dios quiere que se sometan.
13. Deseen más bien el ser olvidados que no tenidos en cuenta para algo: es la sentencia de San Juan de la Cruz, el consejo de la Imitación: no hablar de uno mismo ni para bien ni para mal y tratar de que nos olviden a través de nuestro silencio.
14. Frente a una humillación, a un reproche, tenemos la tentación de murmurar, de entristecernos. Digamos como David: «La humillación me ha sido saludable».
15. No alimenten deseos vanos: «Pocas cosas quiero –decía San Francisco–, y lo poco que quiero, lo quiero muy poco».
16. Acepten con perfecta resignación las mortificaciones que disponga la Providencia, las cruces y los trabajos propios del estado de vida en que la Providencia los ha situado. «Allí donde nuestras apetencias cuentan menos –decía San Francisco de Sales– es donde Dios se complace más».
Nos gustaría escoger nuestras cruces, tener otra distinta a la nuestra, llevar sí, una cruz pesada pero teniendo al menos algún brillo, y no una cruz ligera pero que al ser constante nos abruma: ¡vana ilusión! Es nuestra cruz la que tenemos que llevar y no otra, y el mérito no está en su importancia sino en la perfección con que la llevemos.
17. No se dejen turbar por las tentaciones, los escrúpulos, la aridez espiritual: «Lo que hacemos con aridez es más meritorio ante Dios que lo que hacemos en la consolación», dice el santo obispo de Ginebra.
18. No nos debemos apenar demasiado por nuestras miserias, sino más bien humillarnos. Humillarse es algo bueno que pocas personas comprenden: tener despecho e inquietarse es algo que todo el mundo experimenta y que es malo, porque en este tipo de inquietud y de rabia, el amor propio ocupa siempre una gran parte.
19. Desconfiemos igualmente de la timidez, del desánimo, que nos debilitan, y de la presunción, que no es otra cosa que el orgullo activo. Trabajemos como si todo dependiese de nuestro esfuerzo y permanezcamos humildes como si todo quehacer fuera inútil.
IV. MORTIFICACIONES QUE HAY QUE PRACTICAR EN NUESTRO COMPORTAMIENTO EXTERNO
1. Deben cumplir con meticulosa exactitud todo lo referente a su plan de vida, obedeciendo sin demora, con arreglo a lo que decía San Juan Berchmans: «Mi penitencia es ajustarme a la vida de comunidad»; «dar una gran importancia a las cosas más nimias, ésta es mi divisa»; «morir antes que incumplir una sola norma o regla».
2. En el cumplimiento de sus deberes de estado, nada debe alegrarlos más que aquello que se presenta como a propósito para desagradarles o molestarlos, acordándose entonces de la máxima de San Francisco de Sales: «Cuando no me siento bien es cuando me encuentro mejor».
3. No concedan, en ningún momento, ni un respiro a la pereza; desde la mañana hasta la noche, ocúpense siempre en algo.
4. Si sus días transcurren, al menos en parte, consagrados al estudio, aplíquense estos consejos que Santo Tomás de Aquino daba a sus alumnos: «No os contentéis con asimilar superficialmente lo que leéis o aprendéis; esforzaos en penetrar y profundizar en el sentido de todo. No os quedéis con la duda cuando podéis llegar a esclarecerla. Trabajad con esa santa ansia de enriquecer vuestro espíritu; que vuestra memoria asuma con orden riguroso todos los conocimientos que adquiráis. Sin embargo, no intentéis la comprensión de los misterios que superan vuestra inteligencia».
5. Ocupémonos únicamente de lo que traemos entre manos sin tener en cuenta lo que ha pasado ni estar pendientes de lo que más tarde acontecerá; digamos con San Francisco: «Mientras hago esto, no estoy obligado a hacer aquello»; «apresurémonos atinadamente; lo que hemos hecho bien, lo hemos hecho en tiempo».
6. Modestia en nuestro porte. Perfecto era el que mantenía San Francisco; su cabeza siempre derecha, evitando tanto la ligereza de mirar a todos lados como el inclinarla con negligencia hacia adelante o volverla hacia atrás por una risa indiscreta y altiva. Su rostro permanecía siempre sereno, libre de toda acritud, constantemente alegre, pacífico y acogedor y, sin embargo, desprovisto de muecas o gestos indiscretos, sin risas ruidosas, inmoderadas o demasiado frecuentes.
7. Solo, o en medio de una gran concurrencia, guardaba siempre la compostura. No cruzaba nunca las piernas, ni apoyaba la cabeza en la mano. Cuando oraba, quedaba inmóvil como una columna. Si el cuerpo le pedía posturas más cómodas, no lo escuchaba.
8. Consideren la limpieza y el orden como una virtud, la suciedad y el desorden como un vicio; nada de vestidos con manchas, rotos o descosidos. Por otra parte, consideren un vicio aún más grande el lujo y todo lo mundano. Vistan de tal manera que cuando los miren, nadie diga: ¡qué desprolijo!, ni ¡qué elegante!, sino que todo el mundo diga: va como se debe ir.
V. MORTIFICACIONES QUE HAY QUE PRACTICAR EN NUESTRAS RELACIONES CON EL PRÓJIMO
1. Soportemos los defectos del prójimo: faltas de educación, de comportamiento, de carácter. Hay que soportar todo lo que nos desagrada de él, la manera de andar, sus actitudes, el tono de voz, el habla… ¡cuántas cosas!
2. Soportemos a todos en todo y soportémoslo hasta el fin y cristianamente. Huyamos de esa paciencia llena de orgullo que suele exclamar: ¿Qué tengo yo que ver con fulano o mengano? ¿Qué me importa lo que dice ése? ¿Tengo yo acaso necesidad de afecto, de cariño o de atenciones por parte de los demás o de tal o tal persona? Nada está más alejado de Dios que estas formas de desapego e indiferencia altivas e hirientes: más valdría, sin duda, algo de impaciencia.
3. ¿Sienten la tentación de enfadarse? Por amor a Jesús, compórtense con dulzura. ¿O tal vez la de vengarse? Devuelvan bien por mal; se cuenta que la clave para enternecer el corazón de Santa Teresa era hacerle algún daño. ¿Sienten el deseo de poner mala cara a alguien? Sonríanle con bondad. ¿Intentan evitar su encuentro? Diríjanse a él en un acto de virtud. ¿Van a contar de él algo malo? Cuenten algo bueno. ¿Tal vez desean hablarle con dureza? Háblenle con dulzura, cordialmente.
4. Elogien preferentemente a su prójimo, particularmente a aquellos sobre los que sienten mayor inquina.
5. No hagan bromas que falten a la caridad.
6. Si en su presencia se emiten juicios poco discretos o se mantiene una conversación que va en contra de la buena fama de alguien, a veces será conveniente que corrijan con dulzura al que habla, pero en la mayoría de los casos será mejor que desvíen con habilidad el comentario o bien muestren su descontento con un gesto de disgusto o displicencia.
7. Si les cuesta hacer un pequeño favor, ofrézcanse para hacerlo: doble mérito.
8. Huyan con espanto de presentarse ante sí mismos o ante los otros como unas víctimas. Antes que agrandar sus cruces, esfuércense por encontrarlas llevaderas. Así son en realidad, bastante más a menudo de lo que parece, y lo serán siempre en la medida que tengamos más virtud.
CONCLUSIÓN
En general, sepamos negar a la naturaleza aquello innecesario que ella nos pide.
Sepamos conseguir de ella lo que nos niega sin razón. Vuestros progresos en la virtud, dice el autor de la Imitación de Cristo, guardan proporción con la violencia ejercida sobre vosotros mismos.
«Hay que morir –decía el piadoso obispo de Ginebra–, hay que morir para que Dios viva en nosotros: pues es imposible llegar a la unión del alma con Dios por un camino distinto del de la mortificación».
Estas palabras: ¡hay que morir! son duras, pero a ellas les sigue una gran dulzura, ya que uno muere a sí mismo para unirse a Dios a través de esta muerte.
Dios quiere que tengamos el derecho de aplicarnos estas bellas palabras de San Pablo a los Corintios: «En todo sufrimos la tribulación… Llevamos siempre y por todas partes la muerte de Cristo para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos» (II Cor. 4, 10).
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